Por María Paula Riofrío. Editora
El hermano Longinos era la perla del convento: Lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, como en la cocina; o servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto. Mas su mayor mérito era su maravilloso don musical y sus ilustres manos de organista. Ningún otro conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las más dulces notas. Sin embargo, todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por su sencillez y la más inocente alegría.
Avino, pues, un día de navidad, cuando el buen hermano caminaba de regreso al convento. Las sombras invadieron la Tierra, y Longinos, anda que te anda, advirtió con sorpresa que la senda que seguía no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos pidió misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella.
No acababa de admirarla, cuando vio venir por el mismo camino a tres señores espléndidamente vestidos, con porte e insignias reales. Eran Melchor, Gaspar y Baltasar, que —tal como en tiempos de Herodes— guiados por la estrella, llegaron a un pesebre donde, como lo pintan los pintores, estaba la Reina María, San José y Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, calmando con su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, presentó al niño un saco de oro, perlas y piedras preciosas; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, marfiles y diamantes... Entonces, desde el fondo de su corazón, el buen hermano dijo al niño que sonreía: Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo? ¿Qué riquezas tengo? Toma señor mis lágrimas, mis oraciones, y mis luchas por servirte mejor, es todo lo que puedo ofrendarte.
Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos; y caer de sus ojos lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes.
Entre tanto, en el convento reinaba la mayor desolación. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano? A la hora del oficio todos estaban en su puesto, menos quien era la gloria del monasterio. ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empezaron el canto llenos de tristeza... De repente, durante el himno, cuando el órgano debía resonar... resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas. Los monjes cantaron llenos del fuego del milagro; y aquella Noche Buena, el hermano Longinos entregó su alma a Dios."
En esta Navidad he querido compartir con mis lectores este cuento de Rubén Darío, que es para mí un canto de esperanza. Reconforta saber que nuestras pequeñas luchas por hacer mejor las cosas, nuestros "contratiempos" y nuestras penas, vividas con alegría, pueden ser el mejor regalo que llevemos a los pies del Niño en esta Navidad. Estas últimas semanas han sido para mí –desde un punto de vista meramente humano- completamente improductivas e inútiles; muy dolorosas, en pocas palabras. ¡Pero qué alegría saber que, justamente, cuando más débiles somos y menos "logros" tenemos para ofrecer al Señor, Dios recibe nuestra poquedad y nuestras penas como el más valioso tesoro!
No hay comentarios:
Publicar un comentario